Ubicación: Av. Américo Vespucio Las Condes Región Metropolitana
Rama:Ejército
Geolocalización: Google Maps Link
Descripción General
Categoría : Otra Información
La Escuela Militar, Bernardo O´Higgins, ubicada en Av. Américo Vespucio s/n, en la comuna Las Condes fue otros de los recintos utilizados para la detención y tortura de presos políticos. La mayor cantidad de detenidos se registró en 1973.
Según los testimonios recogidos por la Comisión Valech, fueron llevados a este recinto hombres y mujeres que habían sido arrestados en distintos lugares de Santiago, entre los que se encontraban altos dirigentes de la Unidad Popular, los que fueron enviados posteriormente a la Isla Dawson, en la Duodécima Región del país. Los prisioneros eran conducidos a un subterráneo donde se les sometía a interrogatorios. Los detenidos coinciden en denunciar que permanecieron amarrados, con los ojos vendados e incomunicados; sufrieron golpes, simulacros de fusilamiento, amenazas, aplicación de electricidad, y fueron obligados a permanecer en posiciones forzadas. También, según los testimonios, a algunos de los que fueron detenidos durante 1974, los llevaron a centros de tortura de la DINA, como el de Londres 38 y Cuatro Álamos.
Fuentes de Información Consultadas: Informe Rettig; Informe Valech; La Nacion; Memoriaviva;
El escupitajo sobre el ataúd del ex dictador
Fuente :elmostrador.cl, 16 de Diciembre 2006
Categoría : Prensa
Por todo el mundo los medios globales transmitieron la noticia de la muerte del ex dictador Augusto Pinochet. También el discurso del general Izurieta durante el funeral, militar éste que posee el más alto rango en las Fuerzas Armadas chilenas. Su discurso en vez de ser neutral, por el contrario alabó lo que el ex-dictador hizo en vida como "intelectual" (porque escribió algunos "libros"), como docente, como soldado con "inteligencia visionaria", y, para realzarlo aún mas, justificó lo que hizo a partir del 11 de septiembre de 2007 hasta 1990. Todo fue dicho desde la Escuela Militar, al lado del ataúd del ex dictador, y frente a cientos de jóvenes militares que en algún momento estarán a cargo, desde la jerarquía privilegiada de sus títulos, en cuarteles militares por todo el país.
Pero en ese acto también hizo un discurso el nieto del ex-dictador, capitán activo hasta el 13 de diciembre, Augusto Pinochet Molina. Fue dado de baja de inmediato por decreto que la ministra Vivianne Blanlot firmó sin temblarle la mano. El vergonzoso discurso del nieto no sólo parecía estar apegado a una ideología neofascista (en tiempos de globalización) sino que avivó una reliquia: la guerra fría. Retomó en estos momentos lo que su abuelo a gritos llamaba, por 17 años, a eliminar "el cáncer marxista" y "sacar a los comunistas de país".
Todo eso ocurría en la Escuela Militar Bernardo O'Higgins, a la que el informe de 2004 de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (informe Valech) señala claramente en su Capítulo 6, página 185, como uno de muchos "recintos de detención" : "La mayor cantidad de detenidos se registró en 1973. Según los testimonios recogidos por esta Comisión, fueron llevados a ese recinto (Escuela Militar) hombres y mujeres que habían sido arrestados en distintos lugares de Santiago, entre los que se encontraban altos dirigentes de la Unidad Popular, los que fueron enviados posteriormente a la isla Dawson, en la Duodécima Región del país. Los prisioneros eran conducidos a un subterráneo donde se les sometía a interrogatorios. Los detenidos coinciden en denunciar que permanecieron amarrados, con los ojos vendados e incomunicados; sufrieron golpes, simulacros de fusilamiento, amenazas, aplicación de electricidad, y fueron obligados a permanecer en posiciones forzadas. También, según los testimonios, a algunos de los que fueron detenidos durante 1974, los llevaron a centros de tortura de la DINA, como el de Londres 38 y Cuatro Álamos."
Atestado de personas, juntos a los jóvenes militares que estudian en esa Escuela, también había otros jóvenes vestidos de negro, con botas ("Patria y Libertad"), y jugando con sus cadenas de supuestos karatekas (ellos aparecieron detrás de la corresponsal de PBS en Santiago cuando reporteaba desde en frente de la Escuela Militar), dos militares los azuzaban desde una tarima ante el cuerpo muerto del ex dictador, ejemplo del salvador de la patria en "momentos difíciles".
Por más que el general Izurieta haya dado de baja al capitán Pinochet Molina (lo cual quedó como el "chivo expiatorio" por el "desagravio"), lo cierto es que los mensajes quedaron pegados o reafirmados en los "discos duros" de esos jóvenes oficiales con la imagen positiva del ex dictador. Y también que lo que realizó el muerto fue lo correcto en el Chile previo y después del golpe militar en 1973. Por supuesto que ambos militares no iban a reconocer ante el país, ante la familia, y ante el mundo que los escuchaba, el río de cadáveres y desaparecidos que produjo Pinochet.
Escribí el 2 de octubre de 2005 aquí mismo una columna titulada "Los poetas en la Escuela Militar"(https://www.elmostrador.cl/modulos/noticias/constructor/detalle_noticia.asp?id_noticia=171929), cuando un grupo de poetas (Raúl Zurita, José Maria Memet, Leonel Lienlaf, y Manuel Silva Acevedo) fueron a esa misma Escuela el año pasado a leerle poemas a esos mismos oficiales que sin duda estarían en el funeral del ex dictador, escuchando ahora y con mucho más convicción ideológica, a los oradores que a unos poetas "izquierdistas". O como dijo el actor chileno Nelson Villagra muy certeramente entonces refiriéndose a esos poetas: "Hay ya demasiados delitos relativos a los DDHH en mi país que se quieren echar al olvido; demasiadas consideraciones con el viejito ladronzuelo y asesinoÂ… ¿cómo no va a ser difícil explicarles entonces a estos amigos del pueblo chileno los tristes argumentos que han dado los organizadores del insólito y vergonzoso acto "poético" en la Escuela Militar? Â…yo digo, este atado de inocentes, para decirlo de una manera suave- que han organizado dicho evento ¿realmente pensarán que leyéndole poemas a los futuros represores de nuestro pueblo, éstos en la próxima oportunidad frente a la parrilla le dirán a sus víctimas -quizás alguno de los propios poetas- con una flor en la mano "tú la llevái"?
Los discursos en el funeral del ex dictador confirmaron las palabras de Villagra. Basta conectar sin grandes dificultades intelectuales la educación ideológica que reciben esos jóvenes militares en el recinto de la Escuela Militar para que ningún acto artístico, producido por poetas, u otros artistas, cineastas, etc, que ha construido su obra sobre la denuncia de los derechos humanos por la dictadura, les afecte ni los haga cambiar como entonces el poeta Zurita, con ingenuidad decía después de ese recital en 2005: ": "Ha sido potente como metáfora lo que ha ocurrido (nuestro recital en la Escuela Militar). Encuentro bastante conmovedor haber leído el "Canto a su amor desaparecido" en esa Escuela. Para mí fue, ha sido una gran experiencia, y eso significa que, si es posible, tal vez el arte pueda efectivamente cambiar el mundo".
Pero aquella Escuela Militar fue también testigo de un hecho que recorrió igualmente el mundo este jueves 14 de diciembre. Es la historia valiente de Francisco Cuadrado Prats, nieto del general Carlos Prats. El abuelo fue asesinado junto a su esposa en Argentina en 1974, en una acción ordenada por Pinochet.
El nieto de Carlos Prats esperó varias horas bajo el calor sofocante en la Escuela Militar para ver por una ventanita de vidrio de la urna el rostro ya pudriéndose del ex-dictador. Dijo que no había pensado antes hacer lo que se le iba ocurriendo mientras estaba en la larga fila junto los que querían darle "el último adiós al salvador de Chile". Quizás recordaba una y otra vez cómo murieron asesinados sus dos abuelos o pasaban por su mente imágenes de miles de torturados, asesinados en cárceles secretas, campos de concentración, o los que fueron lanzados al mar amarrados a rieles de trenes. Eran tantas las victimas durante 17 años bajo el régimen dictatorial.
Entonces -dijo después Francisco Cuadrado Prats- "hice lo que tenía que hacer". Y ante la ventana de cristal, ante el rostro deformándose de ex-dictador muerto, lanzó un escupitajo. Esa acción valiente no fue ni una acción de arte ni siquiera planificada de antemano, sino instintiva, atávica quizás. El muerto llevaría por toda la eternidad el escupitajo de miles de victimas. Dos nietos de generales, pero dos conductas tan distintas.
El rostro del espanto en el Estadio Nacional
Fuente :interferencia.cl, 6 de Octubre 2023
Categoría : Prensa
Esta fotografía del estadounidense David Burnett se transformó en uno de los símbolos de la represión tras el golpe de Estado de Pinochet en 1973. El detenido que mira a la cámara entre dos soldados en el Estadio Nacional de Santiago permaneció en el anonimato por 30 años, hasta que lo ubicó la periodista del diario francés Le Monde, en diciembre de 2003, y su relato hoy lo reproduce Interferencia.
Al principio, una foto. Uno de esos clichés en blanco y negro que forman la memoria de un pueblo. Un joven entre dos soldados chilenos, un día de septiembre de 1973, en el estadio de Santiago transformado en campo de prisioneros tras el golpe de Estado de Augusto Pinochet.
Su mirada aterrorizada la captó, a instancias de los militares, el fotógrafo estadounidense David Burnett. La foto dio la vuelta al mundo y se convirtió en un símbolo de la represión. Ese hombre de ojos negros ha permanecido en el anonimato 30 años. Nadie sabía su nombre. Era imposible saber si había sobrevivido. Imposible encontrar pistas sobre él entre las organizaciones de defensa de los derechos humanos, la asociación de familias de presos y desaparecidos o los archivos de la vicaría de la solidaridad de la Iglesia, que tanto trabajó entre las víctimas de la dictadura.
"Siempre he tenido miedo de saber qué había sido de él, me esperaba lo peor", confiesa Burnett. Lo "peor" no sucedió: el desconocido de Santiago vive. Daniel Céspedes -así se llama- tiene hoy (en 2003) 53 años. Vive a las afueras de Rancagua, 100 kilómetros al sur de la capital, con su compañera, Erika, y el hijo de ella, Erik, de 13 años. Como es lógico, tiene el rostro más redondeado, y los cabellos y las cejas blancas, pero los ojos siguen siendo igual de negros. Como si el superviviente del estadio en el que Pinochet mandó torturar y asesinar a miles de personas hubiera vivido siempre con miedo.
"Me llaman Freddy", explica Daniel, un hombre de mediana altura, cuando abre la puerta de su casa. Se frota las manos; son rugosas, maltratadas por el trabajo. Detrás, Erika observa con desconfianza. "Los vecinos van a pensar que somos comunistas", dice, para justificar el frío recibimiento. En la calle, nadie conoce el pasado de este hombre. Relatar su pasado de preso político no le ha supuesto más que preocupaciones en un país en el que el olvido ha sido una imposición de 17 años de dictadura y 13 de una transición democrática atormentada por el espectro de Pinochet.
Daniel Céspedes vivió durante mucho tiempo en Santiago, pero allí siempre le costó encontrar trabajo. Telefónica le despidió cuando los directivos descubrieron su pasado. Olivetti se negó a contratarle por las mismas razones. Ahora (en 2003) es electricista, especializado en instalaciones mineras. Viaja mucho, va incluso hasta Perú, cuando consigue un contrato temporal.
Rancagua, donde vive desde 1992, es una ciudad de 180 000 habitantes, próspera gracias a la segunda mina de cobre del país: El Teniente. A varios kilómetros, la población Esperanza es un barrio modesto, pero cuidado. El salón de la pareja es acogedor, pero Daniel prefiere la cocina, donde podemos sentarnos ante una mesa.
Erika no le quita ojo. Erik está lleno de admiración hacia este hombre que le adoptó tras morir su padre y al que una foto, la foto, ha hecho famoso. De fondo, Charles Aznavour canta en francés. Al señor de la casa le encanta, y posee todo su repertorio.
Pero hoy apenas escucha, absorto en su relato y la foto depositada sobre el hule. "La vi por primera vez en 1979", recuerda, "en un artículo de prensa dedicado al aniversario del golpe de Estado del 11 de septiembre. Un periodista quiso entrevistarme, pero me negué. Tenía miedo de que volviera a empezar el infierno, de perder mi trabajo". Intentaba en vano olvidar esos días de 1973, en los que tenía 23 años y era sindicalista y militante de las juventudes comunistas.
El 12 de septiembre de 1973, al día siguiente del golpe de Estado que resultó fatal para Salvador Allende, Céspedes acude a su trabajo, un laboratorio farmacéutico. En el momento del toque de queda decide reunirse con unos amigos de la Facultad de Farmacia, junto a la Plaza Italia. Unos soldados jóvenes le detienen.
"Me arrojaron en un camión", cuenta. "Estuve aplastado bajo los cuerpos de los demás detenidos toda la noche. Recuerdo el dolor que me causaban los alambres con los que me habían atado las muñecas". Le llevan a la Escuela Militar. Un oficial confisca sus papeles y el dinero con el que iba a comprar una cocina para su madre. Durante los 45 días que dura su detención, nadie le llama nunca por su nombre. Daniel Céspedes, nacido el 14 de enero de 1950 e hijo único de madre soltera, pierde su identidad.
"Parecía un ejército de ocupación", recuerda. "Yo no entendía por qué nos maltrataban. Siempre había respetado al Ejército chileno. De niño me encantaba asistir a los desfiles militares".
La Escuela Militar y las prisiones de Santiago son demasiado pequeñas para los miles de prisioneros. A Daniel le trasladan al Estadio Nacional. Los presos, a los que los carceleros califican de "comunistas", se amontonan en los vestuarios. El joven no conoce a nadie. "Cada dos o tres días, los soldados venían a buscarnos. Siempre nos decían que iban a fusilarnos. Yo tenía el estómago atenazado por el miedo, un miedo terrible de morir". No se le han olvidado los momentos en los que lloró, en los que se orinó en el pantalón. Cuando le vendaron los ojos y le golpearon. En la cabeza, el vientre, los genitales. Algunos de sus compañeros murieron de las palizas.
Once años después, a los 34, Daniel sufre un derrame cerebral que los médicos atribuyen a los malos tratos sufridos en aquel entonces. Los torturadores le interrogan sin descanso sobre una misteriosa "llave" de la que jamás ha oído hablar. Por ella sufre varias sesiones de picana eléctrica. Nunca le preguntan su nombre. "Lo peor era el sufrimiento psicológico", cuenta. Los gritos de hombres y mujeres torturados día y noche. Las humillaciones, la degradación humana, la convicción de que va a morir. Con una risa nerviosa, Daniel se acuerda de pronto de un preso que era cocinero en el hotel Carrera: "Nos hacía listas de menús imaginarios. Puede parecer cínico, pero pensar en un desayuno con zumo de naranja y huevos con tocino aliviaba el hambre".
El auténtico menú se limita a un cuarto de pan y dos tazas de té al día. Daniel calcula que su foto se hizo unas dos semanas después de su llegada al estadio, porque tiene barba incipiente. Un grupo de periodistas visitaba el lugar con escolta del Ejército. "Cuando el periodista hizo la foto, venían a buscarme para torturarme", asegura. Nunca supo por qué le dejaron en libertad. Sólo recuerda la voz del soldado que pronunció su nombre por primera vez: "Daniel Céspedes".
A la salida del estadio, decenas de familias aferradas a la verja se lanzan sobre él y le preguntan por otros presos. No sabe qué responder. No tiene ni documentos ni dinero. Una pareja le acompaña a casa de su madre. Ésta casi no le reconoce por lo que ha adelgazado. Despide un olor nauseabundo. Hace mes y medio que no se ducha. Su madre prefiere tirar la ropa sucia. Incluso la sahariana en cuyos bolsillos había anotado, por detrás, teléfonos de familiares de presos para darles noticias.
"Mi madre me preparó carne y ensalada", prosigue, "pero al primer bocado vomité, mi estómago rechazaba el alimento". Durante semanas no se atreve a salir del piso. Acostumbrado a dormir en el suelo después de más de un mes en el estadio, sigue haciéndolo. Tiene pesadillas y se siente culpable al pensar en los que siguen "allí". El menor ruido le despierta. En el laboratorio en el que trabajaba le dan a entender que es mejor que dimita. Tarda más de un año en encontrar alguien dispuesto a darle trabajo sin pedirle sus antecedentes.
Daniel renuncia a la política y se casa. "Una forma de romper con el pasado. Mi mujer tenía 16 años, era una niña. Yo estaba a disgusto conmigo mismo". La unión es un fracaso. Se separan poco después de que nazca su segunda hija. El mayor, Claudio, que hoy tiene 27 años, no puede alistarse en la marina debido al pasado de su padre y la separación del matrimonio (el divorcio está prohibido en Chile). Vive en España con su madre. Su hermana, Daniela, de 26 años, habita en Santiago y tiene un hijo.
"Cuando conocí a Daniel no sabía nada de su vida", interrumpe Erika, que vive con él desde hace 12 años. En aquella época él no hablaba. Ahora (en 2003) habla deprisa, como si expresarse le consolara. Los ojos se le llenan de lágrimas con frecuencia, pero está impaciente por exorcizar el pasado y reconstruir su vida. "Pinochet es un nazi", exclama, y añade que quería "mucho a Allende". "Tenía buenas ideas, pero estaba mal asesorado", opina Daniel, que nunca quiso seguir con el Partido Comunista.
"Al salir del estadio me pidieron que participase en actos de sabotaje contra la dictadura, pero me negué. Ya no quería saber nada de la política. Estaba lleno de rabia y desconfianza".
A pesar del regreso de la democracia en 1990, muchos empresarios se niegan a contratar a antiguos presos o sindicalistas. "Aún circulan listas negras", afirma Daniel. Cuando se queda sin trabajo, tiene que buscar un alquiler más barato.
"Nunca se ocupó de reclamar las indemnizaciones para presos de la dictadura", explica Erika. Tampoco ha cobrado ni un centavo de los derechos de la foto. Su sueño, hoy, es comprar una casa y pagar los estudios de Erik.
El 11 de septiembre se emocionó al ver en televisión las ceremonias que conmemoraban el golpe de 1973. Un aniversario con gran despliegue mediático, con cientos de testimonios y documentos. "De repente me acordé de detalles olvidados", relata. "Descubrí nuevas informaciones. Me sentí menos solo". Con motivo del aniversario, el Estadio Chile de Santiago fue rebautizado con el nombre de Víctor Jara, el compositor detenido y torturado allí. Su cadáver, acribillado de balas y con múltiples fracturas, se encontró en un descampado. Daniel no ha salido de la sombra. Sigue siendo el hombre de Santiago, el hombre de la foto.