Estadio Fiscal de Punta Arenas

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Ubicación:Av. Manuel Bulnes S/N, Punta Arenas Punta Arenas XII Región

Rama:Fuerza Aérea

Geolocalización: Google Maps Link


Descripción General

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Categoría : Otra Información

El Estadio Fiscal de Punta Arenas, ubicado en Av. Manuel Bulnes S/N esquina Enrique Abello comuna de Punta Arenas, se habilitó como lugar de reclusión, interrogación y tortura de prisioneros, hombres y mujeres, provenientes desde regimientos, centros de torturas y la Isla Dawson. Estaba a cargo de la FACH. Hubo un flujo constante de prisioneros que ingresaban, eran trasladados o liberados.

Al 13 de Diciembre había 38 presos politcos alojados en un pabellón ubicado cerca de la puerta trasera del recinto, donde había 4 salas de 4,5 x 5 mts.  Durante el día debían trabajar en obras de término del estadio, aunque gran parte del tiempo permanecían encerrados.

Los presos politicos sufrieron golpizas, trabajos forzados, simulacros de fusilamiento, fueron obligados a escuchar y presenciar las torturas a otros prisioneros, a ejecutar ejercicios forzados y a golpear a sus compañeros.

Criminales y Cómplices:

Cabo Pedro Ugarte (FACH)Sub Oficial Sergio Sotomayor (FACH); Sargento Carlos Cárdenas Hernández (FACH)Cabo Luis Ortega (FACH)Sargento Guiñé (FACH);

 

Fuentes de Información Consultadas: Informe Rettig; CODEPU; Informe Valech’; Archivo Memoriaviva;


Dawson con ojos de niño

Fuente :elmostrador.cl, 14 de Septiembre 2013

Categoría : Prensa

Los presos muy jóvenes crecimos aprisa. Y no solo en el sentido que siempre se da a esta expresión, en alusión a que las experiencias duras suelen galvanizar a los seres humanos. También lo hicimos físicamente. Tengo patente hasta hoy la extraña sensación que me invadió al abrazar a mi padre cuando llegue de vuelta a casa después de 16 meses de ausencia. Recuerdo haber percibido a mi padre más bajo de estatura de lo que lo recordaba. Tarde en darme cuenta que era yo el que había crecido.

Para los presos magallánicos,  ser trasladados a la Isla Dawson representó un  alivio inmenso. En primer lugar, porque cuando mi grupo fue sacado abruptamente y de madrugada desde el  Estadio Fiscal, con la vista vendada y fuertemente amarrados  para ser llevados a un lugar desconocido, todos creímos  que los efectivos FACH nos estaban trasladando  para  matarnos.

Así es que cuando nos retiraron las vendas y pudimos ver que estábamos en el puerto de Punta Arenas para navegar hacia Isla Dawson junto a los presos de otros campos de concentración, la circunstancia  fue motivo  de gran sosiego. Al llegar a la Isla, tras varias horas de navegación por el Estrecho de Magallanes en una barcaza de la Armada no lo sabíamos, pero a poco andar nos dimos cuenta que el trato que allí recibiríamos, al menos al principio de nuestra forzada estadía en esos bellos y glaciales  parajes, sería completamente distinto  e infinitamente mejor al que nos habían propinado  en otros recintos en los que hasta entonces habíamos estado prisioneros.

En mi caso, nada podía ser peor que lo que habíamos sufrido en la playa junto a la Base Aérea Bahía Catalina primero  y en el Estadio Fiscal después. Los efectivos de la FACH, oficiales, suboficiales y conscriptos,  nos habían dado un trato brutal e inhumano, sometiéndonos a diario a tratos crueles y vejaciones de toda especie que no daban respiro y que nos hacían sentir todo el tiempo que nuestras vidas pendían de un delgado hilo. Un destacamento cuyos efectivos lucían una calavera en sus cascos y que con seguridad habían sido seleccionados por su crueldad, y que parecían empeñados en hacernos vivir una agonía interminable que hasta hoy recuerdo con estremecimiento y horror.

Ejercicios extenuantes, pateaduras brutales individuales o colectivas y por cualquier motivo, incluido el mal humor de algún guardia, burlas, insultos y encierro casi permanente eran la tónica. De mi paso por la FACH recordare por siempre y con un rencor indestructible a dos muy jóvenes oficiales de característica crueldad  y sadismo. Al primero, aquel que diciendo ser nazi solía invitarnos insistentemente a que,  por favor,  tratáramos de intentar escapar para tener el placer de dispararnos,  y que disfrutaba instruyendo a sus subordinados a que nos dieran feroces golpizas, cuando no las propinaba por sí mismo. Ese  mismo teniente FACH del que me toco recibir una vez, muchos años más tarde,  su amable bienvenida a bordo,  como reciclado comandante en un vuelo de LAN.    Al otro, torturador de fuste  aunque desmemoriado,  me lo encontré hace anos muy campante en una embajada de Chile,  lo que dio origen a un episodio del complejos ribetes político-institucionales del que no quiero ni acordarme.

 

Los presos muy jóvenes crecimos aprisa. Y no solo en el sentido que siempre se da a esta expresión, en alusión a que las experiencias duras suelen galvanizar a los seres humanos. También lo hicimos físicamente. Tengo patente hasta hoy la extraña sensación que me invadió al abrazar a mi padre cuando llegue de vuelta a casa después de 16 meses de ausencia. Recuerdo haber percibido a mi padre más bajo de estatura de lo que lo recordaba. Tarde en darme cuenta que era yo el que había crecido.

 

Aunque en la Base Aérea de Bahía Catalina se interrogo y torturo con saña, y la especialidad de la casa era la aplicación de corriente en los genitales, los golpes de pies y puños,  los ahogamientos en el mar o con bolsas plásticas y los fusilamientos simulados, pocos libraron de recibir el tratamiento completo en otras dependencias militares especialmente equipadas. Y que incluía esas mismas prácticas y otras todavía más brutales y sofisticadas.

El caso fue  que cada día muy temprano se aparecía raudo por la playa un vehículo militar con unos civiles de aspecto patibulario, anteojos oscuros y sonrisa burlona, quienes con un trozo de tela en una mano y una cuerda en la otra, procedían a vendar la vista y a atar las manos a la espalda de los prisioneros para llevarnos a un sitio que nosotros con discutible sentido del  humor  bautizamos como el “Palacio de la Risa”. Lo que venía después era el sufrimiento infinito. Por horas y horas, a veces por días enteros con sus noches, éramos torturados desnudos, con golpes de corriente, golpeados, quemados con cigarrillos, colgados de pies y manos y sometidos a todo tipo de salvajes  vejaciones. Todo aquello  en medio de una atmósfera escalofriante de alaridos, llantos y una música estridente como telón de fondo.

Cuesta admitirlo, pero la verdad es que frente al terrible trance de ser llevado  a semejante suplicio, desde el fondo del alma atribulada y empequeñecida  uno deseaba que aquel día  fuera el turno de cualquier  prójimo, incluso del más amigo, del compañero más querido y respetado, pero no el turno propio.

Ojalá el mío no hubiese llegado nunca, pero  llegó inexorablemente,  casualmente o no, justo la mañana del día en que cumplí 18 años y me encontraba disfrutando del envidiable privilegio de ser sacado del contenedor para  lavar un camión. Fue entonces que escuche gritar mi nombre y apellido y supe lo que venía. Recuerdo que en aquel momento camine lentamente de regreso sobre mis piernas temblorosas que apenas me sostenían,  completamente  aterrorizado,  pero tratando de contener las lagrimas y de  resguardar la dignidad y la compostura hasta el lugar donde me esperaban sonrientes y relajados  los verdugos con los implementos de rigor, la  venda y la cuerda. Sabiendo lo que me esperaba y rogando saber comportarme y  ser capaz de lo imposible: resistir el sufrimiento que habría de experimentar. Sin otra opción posible e indefenso, me sometí mansamente, prometiéndome que no me quebrarían. Yo que nunca he sido resistente al dolor físico, y  que  no soy ni he sido nunca ningún héroe de novela ni de cualquier otra especie, me dije que debía ir y volver a ese lugar en una pieza. Tal y como  había visto cada día que lo hacían mis compañeros de infortunio, valientes, estoicos e íntegros,  luciendo una voluntad de resistencia de fierro.

Casi siempre se regresaba en vilo del suplicio. Al regreso  éramos  literalmente arrojados dentro del contenedor en que mal vivíamos hacinados. Era corriente que algunos presos regresaran ensangrentados, fracturados, con las uñas arrancadas, quemados por electricidad o cigarrillos, o con el cabello y los bigotes arrancados  a tirones.  Cuarenta o  más presos amontonados en un pequeño espacio en que apenas podíamos respirar, sin poder asearnos por semanas. Donde no se podía ni siquiera poder llorar sin que todos se enteraran.

Recordando esos episodios atroces, ahora cuando han trascurrido una porrada de años, no he dejado de preguntarme cómo fue posible sobrevivir a todo aquello y salir jugando más o menos incólume. Sigo interrogándome cómo fue pudo ser  posible que hubiésemos podido resistir y sobrellevar todo aquello sin morir, queriendo morir.

Era evidente que lo que ocurriera con nosotros como consecuencia de las torturas a ninguno de nuestros  carceleros parecía importarle, aunque a veces hubiese médicos encargados de reanimar a las víctimas o de sugerir un respiro.  La furia y saña con que se atormentaba no admitían miramientos ni cálculos que no fueran los de evitar la pérdida de conciencia de la víctima a la que se trataba de estrujar. Los torturadores actuaban como profesionales fríos y metódicos, evidentemente desprovistos de cualquier sentimiento humano o reserva moral,  y en medio de su trabajo  hasta se tomaban su descanso para un café o un cigarrillo,  salían  a almorzar o a ocuparse de otros asuntos, y de noche partían a casa a descansar y a compartir con sus familias,  mientras uno  se quedaba allí en vela, dolorido y aterrorizado. Esperando la mañana en que tu verdugo llegaba saludando amablemente a todos, incluido a uno mismo,  para luego decirte bueno, sigamos ¿En que estábamos cabrito, vas a cooperar hoy?

Quizá nunca sabremos cuantos detenidos  desaparecidos ni siquiera tuvieron la oportunidad de ser ejecutados, sino que murieron en manos de sus torturadores en esas sesiones de horror. ¿Habrá manera más triste y horrible de perder la vida? ¿Existirá forma más cruel y perversa de quitar la vida a un ser humano?

A todo esto me refiero cuando digo que llegar  a Dawson fue un alivio, que solo era interrumpido cuando  nos llevaban a Punta Arenas para darnos lo que en la jerga se llamada “el tratamiento”,  es decir, para ser sometido a mas torturas o cuando menos a una feroz pateadura para que ampliáramos nuestras declaraciones ante la DINA, la SIFA, el SIM u otro servicio de inteligencia. Ahora,  bajo la personal supervisión de los Fiscales Militares, casi siempre civiles “distinguidos abogados de la plaza”,  quienes como acusadores estaban a  cargo de nuestros respectivos procesos, siempre por cargos de subversión. Y conste,  paradojas de la vida y de las dictaduras, subversión no contra la Junta Militar de entonces, sino contra el gobierno de la Unidad Popular.  Un completo absurdo, un cruel sarcasmo.

En Isla Dawson al principio estábamos sometidos a disciplina militar y,  en este sentido, no creo que el trato que se nos daba entonces fuera muy distinto del que se dispensa a los soldados conscriptos. Con la salvedad, eso sí, que en este caso el rigor no era aplicado a individuos jóvenes y físicamente aptos, sino a un grupo de presos que incluía a personas incluso ancianas y enfermas.

En Dawson hubo un periodo, que debe haber durado hasta marzo o abril de 1974, en que vivimos sin mayores sobresaltos y fuimos tratados en general de modo correcto, e incluso con cierta calculada cordialidad por parte de los  efectivos militares. Todo  cambió abrupta y drásticamente  cuando a alguien se le ocurrió inventar que planeábamos una fuga (algo absurdo e imposible) para lo cual esgrimió como pruebas las herramientas que utilizábamos para nuestro trabajo cotidiano. Por estos días también se especulo sobre un submarino ruso que había sido visto rondando, según se dijo, con el propósito de rescatarnos. Al cambio de trato le precedió un aparatoso allanamiento realizado por efectivos de civil que llegaron al campo de prisioneros repartiendo golpes y amenazas. En adelante el trato se endureció y el trabajo se hizo más duro y extenuante.

Con los presos de Santiago estábamos separados. Ellos vivían en una barraca ubicada en un ángulo del campo, conocida como Isla. Al principio casi no hubo relación entre ambos grupos y de hecho trabajábamos en obras distintas, construyendo puentes, abriendo caminos e instalando postes telefónicos,  entre otras cosas,  y comíamos en recintos separados. La primera vez que los presos magallánicos estuvimos juntos con los de Santiago en el Campamento de Prisioneros Rio Chico,  fue la noche de año nuevo de 1973. Entonces nos congregaron en el comedor e hicimos un acto conjunto en que algunos presos cantaron, otros recitaron o contaron chistes y todos lloramos por igual. Recuerdo que Orlando Letelier fue uno de los que cantó. Le oigo entonando una canción mexicana, con su voz profunda y afinada sobre el  improvisado escenario. También recuerdo la profunda emoción y tristeza que recorría el recinto y parecía envolver a presos y carceleros por igual. Un chispazo de humanidad y concordia entre un grupo de seres  dramáticamente divididos. Tanto como era esperable  en esas circunstancias y a solo o tres meses del golpe militar.

Más tarde alternaríamos un poco mas con “los de Santiago”, pero nunca mucho. Los militares no perdían ocasión de decirnos que nosotros, los presos magallánicos, estábamos allí por culpa de ellos, a los que llamaban “jerarcas”.  Creo que imaginaban que nos creíamos el cuento y sentíamos algún tipo de rencor. Nada de eso era cierto. Los presos de la barraca Isla habían sido, no solo los máximos dirigentes del Gobierno de  la Unidad Popular, sino además, los líderes más sobresalientes de los partidos en los cuales los presos habían militado y seguíamos militando mayoritariamente. En Dawson los partidos de la UP  no dejaron de existir. Incluidas las rencillas, los sectarismos, los prejuicios y las odiosidades mutuas. Incluso hubo oportunidad para las luchas por la hegemonía y el poder, lastimosa y encarnizadamente orientadas a conquistar  un cupo en el grupo de panaderos o de ayudantes de cocina, los cuales eran crudamente negociados. Nada nuevo bajo el sol.

Hay que imaginarse a un joven o viejo comunista viendo pasar a su lado a Luis Corvalan o a un militante socialista compartiendo la mesa o la jornada de trabajo con Clodomiro Almeyda. Era aquel un sentimiento difícil de describir, mezcla de orgullo e incredulidad. Mal que mal todas esas personas habían sido para nosotros, hasta hacia muy poco, unos seres míticos e inalcanzables, a los que muchos de nosotros solo habíamos visto en la prensa o los noticiarios de televisión. Ahora el destino había querido que modestos dirigentes o militantes políticos de base,  estuvieran compartiendo su duro e incierto destino con tamañas figuras de la política nacional.

Pienso que algo parecido les pasaba a los propios militares. Había en ellos una especie de respeto reverencial, de morbosa curiosidad frente a estas personas que hasta hace poco las habían oficiado de ministros, parlamentarios o altas autoridades del Estado. Creo que ello explico el trato, distante pero casi siempre deferente, que normalmente los militares dispensaron en Isla Dawson a los presos santiaguinos.

No era raro que se dirigieran a ellos como “señor”, cuando lo normal era que nos trataran de “prisioneros” o “confinados”. Los líderes de la Unidad Popular, por su parte, se desenvolvían con gran dignidad considerando el medio al que habían sido súbitamente arrastrados. Diría incluso que se conducían con una cierta calculada  altivez. De cualquier modo, muy conscientes de la necesidad de resguardar la dignidad y el honor a todo trance. Pienso en personas como Jorge Tapia, Aníbal Palma, Arturo Jirón, Osvaldo Puccio, Orlando Letelier, José Toha, Luis Corvalán, Alfredo Joignant, Edgardo Enríquez y Cloro Almeyda. No sé si fue verdad o llegue a imaginarlo, pero juraría que presencie el cuadro surrealista de un preso transitar (podría ser Toha, tal vez  Jirón o  Bitar) erguido y con paso firme por el patio del campamento de prisioneros en ese lugar hermoso y remoto, bajo la lluvia intensa, chapoteando en el barro y temblando de frío. Pero con la  irrenunciable corbata sobre la ya no tan blanca camisa.

La triste e inesperada muerte de Pepe Toha fue un golpe demoledor para todos nosotros. Lo recuerdo muy bien poco antes de ser trasladado a Santiago. Flaquísimo y circunspecto, siempre con la actitud distante y reservada que lo caracterizaba. Como alguien que observa los acontecimientos a su alrededor desde una alta y especial envergadura física y humana. Más de una vez hablamos, no recuerdo sobre qué cosa. No sería de política, de eso estoy seguro. Los  presos políticos hablábamos poco de política, salvo para especular sin base alguna sobre cuánto duraría la dictadura y nuestro propio cautiverio.  Normalmente charlábamos sobre el futuro, casi nunca del pasado. Ignorábamos  completamente todo lo que pasaba fuera de la Isla, se tratara de Chile o del mundo. Estar en Dawson todo ese tiempo fue como estar enterrado o suspendido en medio de la nada. Sin diarios, revistas, radio o televisión nuestro acceso a la información era completamente nulo. De hecho, nos enteramos de la muerte de José  Toha por boca del un efectivo de la Armada,   una tarde en que llovía a chuzos. El hombre  escuchó la noticia en una radio portátil que alguien tenía en la cocina y corrió a contarnos el terrible suceso con genuinas lágrimas en los ojos.

Al día siguiente José Toha recibió nuestro sentido homenaje. Alguien hizo un  breve discurso y muchos lloramos calladamente.  El acto breve, atropellado y sorpresivo  en medio de la ceremonia de izamiento de la bandera no había sido autorizado. Pero nadie dijo nada y no hubo castigos ni sanciones. Cuestión de caballeros, supongo.

Los presos de Santiago se conmovían con los relatos de las penurias que los magallánicos habíamos vivido. En nuestros esporádicos diálogos ellos solían aconsejarnos, especialmente a los más jóvenes. Recuerdo a Orlando Letelier diciéndome que cuidara mi salud física y mental. Yo solía payasear un tanto y él me aconsejaba no exponerme a castigos por mi conducta un tanto desafiante ante el personal militar. Letelier creía que solo los más jóvenes teníamos alguna oportunidad de ser liberados algún día. Incluso hasta yo, a quien el Fiscal Militar, un civil de apellido Álvarez  que llevaba mi caso,  tenia amenazado con 35 años de cárcel como mínimo, por el delito de pertenencia a “grupo armado de combate”. A pesar  que yo, nada más que un joven dirigente estudiantil, no había tenido un arma de ninguna especie en mis manos en toda mi vida.

Había varios hijos que estaban presos con sus padres. Recuerdo a los Enríquez, a los Lara y los Lanfranco. Habían también hermanos como los Cárdenas. En ese recinto lúgubre cercado por alambres de púas convivían estudiantes,  obreros, campesinos, profesionales, pequeños empresarios, artistas, intelectuales, empleados públicos y políticos profesionales. Un micro mundo abigarrado de seres de distintas edades y experiencias, unidos por el sentimiento de pertenencia a un imaginario político común y aprisionado.

Había presos muy jóvenes y otros muy ancianos. Al menos cuatro de nosotros teníamos 17 años al ser detenidos, pero no fuimos los más jóvenes. Hubo un muchacho humilde,  en verdad un niño, vendedor ambulante según recuerdo, que fue tomado prisionero por haber tenido la mala ocurrencia de ir a la sede del PS el día del Golpe. Se llama o se llamaba Ernesto Peikovic Hurimilla, tenía solo 16 años recién cumplidos y paso por todos los dolores de esta experiencia feroz. Y fue valiente y noble como el que más.

Yo fui detenido, más bien secuestrado,  desde la sala de clases  en el  liceo en que cursaba cuarto año medio, mientras asistía a mi clase de biología,  en el mes de octubre de 1973. Ello ocurrió ante la mirada aterrorizada del rector que solo atino a desearme suerte. Pobre hombre, una vez lo odie por ni siquiera intentar hacer algo en mi defensa. Más tarde comprendí que no había nada que este señor, ni ningún otro,  hubiese podido hacer por mí en ese trance dramático  que alteraría para siempre el curso de mi existencia.

Tres años más tarde me gradúe por fin. Egresé de cuarto medio de un liceo vespertino en el que gran parte  de mis compañeros de curso eran militares en servicio activo. Quiso el destino que compitiera por el premio al mejor alumno de la promoción  con un aplicado sargento del Ejército, y lo derroté por dos décimas de punto. Antes se había corrido la voz en Punta Arenas  de lo que pasaría en esa ceremonia de graduación y mucha gente de izquierda no quiso perderse ese acontecimiento, abarrotando el recinto. Cuando sentí los aplausos interminables, supe que todas esas personas, muchas de las cuales me conocían a mí y a mi familia de toda la vida,  trataban de darme el efecto que no se habían atrevido a brindarme antes, por el comprensible temor a aparecer vinculado a un ex preso político. A su manera ellos me hicieron sentir y comprender, como lo comprobaría muchas veces en años venideros, que habían numerosos espacios, más allá de la política, donde era posible y necesario derrotar a la dictadura.

En Dawson nos cambiaban la guardia cada 15 días. Con ello se quería evitar lo inevitable. Que llegáramos a establecer relaciones de empatía (confraternizar era él termino que usaban) con nuestros carceleros, especialmente con los jóvenes conscriptos. Ellos llegaban al campo llenos de temores frente a estos peligrosos individuos a los que debían custodiar.  Pero a poco andar caían en la cuenta que sus prisioneros no eran más que seres humanos normales y corrientes, que bien podrían ser sus abuelos, padres o hermanos  y cuando ello ocurría se relajaban al punto de dejar sus armas cargadas en las barracas mientras descansaban.  Hasta que cambiaban la guardia y se renovaba el ciclo de desconfianza, recelo y temor mutuo.

De todos los efectivos militares que nos toco conocer o sufrir,  imposible dejar de recordar y reconocer al suboficial  mayor de la Armada de apellido Escobar. Un hombre noble, bueno y justo que casi al final de su carrera fue destinado a servir como encargado de logística en el campo de prisioneros políticos. Escobar no tuvo sino gestos de humanidad y consideración hacia nosotros. El fue y será la demostración viviente de que no era necesaria  la crueldad, la saña y el abuso. Que se podía cumplir con él deber militar sin faltar al deber de humanidad.

Bien se sabe que los seres humanos no pierden la capacidad de divertirse ni de reírse de su propia desgracia  ni en las circunstancias más duras y dramáticas, e Isla Dawson no fue la excepción. Un día del verano de 1974 a alguien se le ocurrió celebrar unos juegos olímpicos, los que fueron autorizados con igual sentido del humor por el comandante del campo de aquel entonces. Claro que la petición de incluir natación y remo entre las pruebas fue rechazada por razones obvias. Los juegos fueron inaugurados con sendos discursos y clausurados con la entrega de las medallas respectivas, las que habían sido cuidadosamente fabricadas con pedazos de latas de conserva.

Isla Dawson fue además una escuela de talentos. Muchos presos descubrieron habilidades artísticas o intelectuales  que hasta entonces ignoraban poseer. De allí salieron extraordinarios artesanos, cantantes y poetas. Los más nos graduamos de seres humanos.

Los presos muy jóvenes crecimos aprisa. Y no solo en el sentido que siempre se da a esta expresión, en alusión a que las experiencias duras suelen galvanizar a los seres humanos. También lo hicimos físicamente. Tengo patente hasta hoy la extraña sensación que me invadió al abrazar a mi padre cuando llegue de vuelta a casa después de 16 meses de ausencia. Recuerdo haber percibido a mi padre más bajo de estatura de lo que lo recordaba. Tarde en darme cuenta que era yo el que había crecido.

Isla Dawson fue un campo de concentración con una notoriedad especial. Un lugar emblemático, en buena parte porque sirvió de prisión a los más importantes dirigentes de ese experimento único e histórico que fue la Unidad Popular. No obstante, creo que para ser justos y veraces, no fue Isla Dawson el campo de prisioneros donde más se sufrió ni  donde más atrocidades se cometieron contra los presos. Sino que lo digan los que estuvieron prisioneros en el Estadio Nacional, Villa Grimaldi, Cuatro Álamos, Pisagua o Chacabuco.

Recordar. No olvidar, para que nunca más.

por Carlos Parker


Comunidad y académicos reflexionaron sobre el pasado y presente de los DD.HH. en la región

Fuente :radio.uchile.cl, 14 de Enero 2016

Categoría : Prensa

Académicos pertenecientes a las Cátedras de Derechos Humanos y Amanda Labarca, ambas dependientes de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones, realizaron una serie de talleres, charlas, conversatorios y recorridos por sitios de memoria que los conectaron con la realidad local y tendieron lazos para un trabajo conjunto de largo plazo con las organizaciones magallánicas.

En Magallanes, presente y pasado se unen alrededor de una problemática que pese a los esfuerzos institucionales y ciudadanos, aún no logra ser solucionada. A una memoria histórica a la que le pesa el exterminio casi absoluto de los Kawésqar, el pueblo indígena característico de la Patagonia Occidental, se suman pasajes tan oscuros como la detención, en diversos puntos de la región, de más de dos mil personas durante la dictadura y la actual violencia hacia las mujeres que cada cierto tiempo copa los titulares de la prensa.

Precisamente pensando en estas violaciones históricas y actuales a los derechos humanos fue que la Universidad de Chile, en alianza con el Consejo Regional de la Cultura de Magallanes y la Universidad de Magallanes, planificó la Escuela de Temporada 2016 “Diálogos entre territorios, ciudadanía y derechos humanos”, que busca ser un aporte a la reflexión sobre el impacto que estos temas tienen sobre la vida de las personas en la región.

Si bien la Escuela abarca temas tan diversos como la biomedicina, las matemáticas y la gestión cultural, destacó el nutrido calendario de actividades relacionadas con el respeto a la dignidad de las personas, que estuvo a cargo de las Cátedras de Derechos Humanos y Amanda Labarca, que ejercen funciones desde 2015 y que dependen de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones. A este programa también contribuyó el académico de la Facultad de Filosofía y Humanidades y Director del Departamento de Estudios Pedagógicos, Ernesto Águila, quien dictó el taller “Ética y pedagogía de la memoria” y el diálogo “En busca de la política: conceptos y estrategias para una formación en ciudadanía en la escuela”.

Según Manuel Guerrero, miembro de la Cátedra de Derechos Humanos que estuvo a cargo del encuentro “Derechos humanos, bioética y construcción de ciudadanía: de Dawson a Pisagua”, realizar este tipo de actividades es una responsabilidad para la Universidad de Chile. “Al asumir una identidad de universidad pública, estatal, nos hacemos parte del compromiso de reparación y memoria y de no repetición de las violaciones masivas y sistemáticas a los derechos humanos. El Estado tiene la responsabilidad de garantizar la no repetición así como fomentar la memoria sobre los hechos ocurridos para generar una cultura de paz, de convivencia democrática real sobre fundamentos sólidos, que implica que tenemos consensos básicos respecto a los derechos humanos en nuestra sociedad”, señaló el académico de la Facultad de Medicina.

Respecto a la concepción amplia de derechos humanos que se trabajó, que busca discutir el tema más allá de los límites temporales de la dictadura, el coordinador de la Cátedra de Derechos Humanos, Claudio Nash, quien dictó junto a la directora del Departamento de Posgrado y Postítulo de la Universidad de Chile, Alicia Salomone, el taller “Derechos Humanos de sur a norte, una huella del pasado, presente y futuro”, explicó que "estos temas de memoria y derechos humanos merecen una mirada compleja, una mirada de distintos elementos, y por lo tanto es importante que distintos actores aporten en este debate, es decir, se informen de cuáles son las discusiones que hoy día se están planteando en estos temas y puedan ir generando diálogos más informados en estas materias".

La misma impresión comparte la directora de la Oficina de Igualdad de Oportunidades de Género, de la que depende la Cátedra Amanda Labarca, Carmen Andrade, quien enfatizó que la violencia hacia las mujeres es un problema de derechos humanos que debe ser trabajado por toda la sociedad. “Sobre todo, lo que se hace en este taller es generar conciencia de que este es un problema en el que todos tenemos que intervenir, que aquí tienen un rol las policías, el Ministerio Público, los jueces, en fin, pero que también nosotros como sociedad podemos detectar, denunciar, prevenir. Hay muchas cosas que están en manos de la sociedad civil y que si actuamos en conjunto podemos al menos disminuir los tremendos índices de violencia”, señaló Andrade sobre el alcance de su taller “Violencia de género y derechos humanos”.

Y esa mirada de futuro debe asegurarse. Así lo cree el académico Ernesto Águila, “profundamente magallánico”, según su propia definición, quien cree que el debate sobre el valor de los derechos humanos debe estar presente en la futura Constitución. “Efectivamente se debe construir el tema constitucional sobre la base de nuestra propia experiencia, nuestra memoria. Sobre todo en derechos humanos, que es un aspecto muy importante que debe quedar plasmado en distintos espacios de la Constitución y también dentro de los fines de la educación chilena; la educación en ciudadanía y derechos humanos”, explicó.

Todas estas iniciativas fueron muy bien recibidas por la comunidad magallánica, como lo demuestran las palabras de Claudia Eterovic, académica de la UMAG, hija de ex preso político y miembro de la agrupación Hij@s y niet@s por la Memoria. "Para nosotros es importante resaltar que en esta Escuela de Temporada se hayan considerado en su título y en sus temáticas los derechos humanos. Pasa que también desde la Universidad de Chile vienen a presentarnos su mirada más académica del tema y nos van a nutrir y oxigenar de la temática, porque también estar lejos del centro de mayor desarrollo en el tema no nos permite esta oxigenación".

Visionados y recorridos de memoria

Dos actividades del programa de derechos humanos que fueron particularmente bien acogidas por los asistentes fueron la proyección en Punta Arenas, Porvenir y Puerto Natales de la película “El Botón de Nácar” de Patricio Guzmán, a la que en cada caso siguió un foro de conversación guiado por el académico Manuel Guerrero, y un recorrido por los centros de memoria de Punta Arenas planificado por la agrupación Hij@s y niet@s por la Memoria.

Sobre la exitosa exhibición del documental de Guzmán, el académico Manuel Guerrero destacó que ella logra actualizar la temática de los derechos humanos, ya que “nos permite abordar la historia reciente de Chile, pero relacionada con otras aniquilaciones masivas de personas, como fue el exterminio de las comunidades indígenas como los Kawesqar”.

En tanto, el recorrido realizado por centros de detención y tortura como el Estadio Fiscal de Punta Arenas, el embarcadero de pontones de Asmar, el antiguo Hospital Naval “Palacio de las sonrisas”, la cárcel de Punta Arenas, la Casa del Deportista y un inmueble ubicado en la calle 21 de mayo 1443, permitió una conversación profunda entre los académicos y los representantes de distintas agrupaciones de derechos humanos que de tránsito en cada uno de los lugares para recoger el testimonio de las personas que estuvieron detenidas en ellos.


A 46 años del “golpe”, víctimas de torturas presentaron querella criminal

Fuente :laprensaaustral.cl, 26 de Febrero 2019

Categoría : Prensa

“Pedimos que se investigue, y quienes cometieron los delitos de tortura que seanprocesados, acusados y condenados”, dijo el abogado Víctor Rosas.

Un total de 17 personas, 14 hombres y tres mujeres, que fueron torturadas durante la dictadura militar, presentaron una querella criminal en contra de todos quienes resulten responsables de las torturas que sufrieron mientras permanecieron detenidos.

Acompañados del abogado patrocinante, Víctor Rosas Vergara, vicepresidente de la Unión de Ex Prisioneros Políticos de Chile, ayer en la mañana estuvieron en la Corte de Apelaciones de Punta Arenas haciendo la presentación del escrito.

“Justicia”, es lo que piden las víctimas, porque no entienden que después de tantos años exista impunidad en sus casos.

“Pedimos que se investigue, y quienes cometieron los delitos de tortura que sean procesados, acusados y condenados”, dijo el abogado.

En el fondo, lo que buscan es un no a la impunidad, “que no sea gratis cometer estos crímenes, por parte de personas que pueden argumentar que recibían órdenes, pero en muchos casos se pasaron”.

Este trámite pone fin a un largo proceso, mediante el cual se tuvo que reunir los antecedentes y declaraciones de cada uno de los querellantes.

Entiende el abogado que aun cuando ha pasado mucho tiempo, espera que la justicia pueda investigar y determinar quiénes fueron los autores de las atrocidades ocurridas en Chile, pero particularmente en Magallanes.

De ahí la importancia que le atribuye a que los prisioneros políticos puedan presentarse ante la justicia, pidiendo que actúe y que pueda establecer la verdad, sancionando a quien corresponda, “aunque muchos han fallecido”.

Aunque sabe que el tiempo les juega en contra, el abogado presentó la querella por torturas, amenazas, asociación ilícita y secuestro, en representación de 61 víctimas.

La tercera parte está fallecida, pero son representados por su familiares directos, algunos por viudas y otros por hijos.

“Esperamos que la justicia pueda actuar, porque en nuestro país desgraciadamente los prisioneros políticos han sido ignorados, y el crimen de tortura no ha sido perseguido por la justicia”.

Víctimas

Una de las víctimas, el profesor Julio Pedrol, asevera que esta querella es una forma de decir no a la impunidad. “Por el terrorismo de Estado fuimos torturados, flagelados y aún seguimos esperando justicia”.

Recuerda cuando fue detenido en el colegio donde hacía clases (Juan Williams), y sacado violentamente por doce infantes de marina. “Todos contra uno y fui llevado al Cochrane, done fui brutalmente torturado”.

Otro de los querellantes, Víctor Sumarett, de actuales 81 años, exhibe las secuelas que dejaron en su cuerpo los apremios.

En 1973 trabajaba en Enap y cuando iba camino a Posesión fue detenido. “Los dos meses que estuve preso en el Regimiento Pudeto no se lo doy a nadie, porque las torturas fueron terribles. Espero que los autores no tengan perdón de Dios”.

En términos similares se pronunció otras de las víctimas, Amadón Millalonco Ruiz, quien era delegado del Campamento Cullen, trabajaba en el departamento de alimentación de Enap, en la isla Tierra del Fuego, cuando una patrulla militar del Regimiento Caupolicán lo fue a buscar a su casa. Más de un aw ño lo tuvieron detenido. “Lo que pasamos nosotros no se lo damos a nadie. Nos torturaban, amenazaban de muerte, nos tiraban al agua y muchas cosas más. Realmente se ensañaron con nosotros”.

Hoy, con 83 años de edad, el paso del tiempo hace aflorar las secuelas, cada vez son más insoportables, nos dijo.

Por Miguel Concha Hernández se presentó la viuda, Irene Cárcamo. Al marido lo exoneraron de la Municipalidad de Punta Arenas. Estuvo 14 meses preso. Primero en Bahía Catalina, luego en el estadio fiscal, isla Dawson y terminó en el Regimiento Cochrane.

“Después, cuando lo liberaron, nunca encontró trabajo. Cocho Cárcamo fue el único que le dio trabajo. Posteriormente, después de todo el sufrimiento, cayó en el alcoholismo, hasta que falleció el año 2000”, comentó la viuda.


Ministra Pinto procesó al médico Guillermo Araneda en causa de Derechos Humanos

Fuente :laprensaaustral.cl, 16 de Junio 2022

Categoría : Prensa

El médico cardiólogo Guillermo Araneda Vidal fue sometido a proceso ayer, en el marco de la querella que investiga la ministra en visita extraordinaria de la Corte de Apelaciones de Punta Arenas, Marta Jimena Pinto.

La acción, que busca responsabilidades penales, fue presentada el 21 de diciembre de 2015 por 16 mujeres, todas ex presas políticas.

Una de estas víctimas es Rosa María Lizama Barrientos, y su denuncia es la que llevó a la ministra Pinto a dictar el auto procesamiento del doctor Araneda como encubridor de los delitos de “detención ilegal, secuestro calificado y abusos deshonestos”. Y también fue procesado como cómplice del delito de “aplicación de tormentos”.

El abogado defensor del procesado, Guillermo Ibacache Carrasco, concurrió ayer en la tarde, pasadas las 18,30 horas, hasta el Palacio de la Corte de Apelaciones, en calle José Nogueira, a notificarse del auto de procesamiento de su representado, donde fue recibido por el secretario Mauricio Recabarren Fernández.

Junto con ser encausado judicialmente, sobre la marcha la ministra sumariante le concedió a Araneda la excarcelación, previo pago de una fianza de 500 mil pesos.

La figura del “auto procesamiento” viene del sistema judicial antiguo. Esto significa que existe un delito y que el juez tiene presunciones fundadas para estimar que la persona sometida a proceso tuvo participación en lo que se le imputa. Puede ser como autor, cómplice o encubridor.

Ahora viene la etapa en que Guillermo Araneda, que pasó de inculpado a procesado, podrá defenderse durante la tramitación de la causa. Incluso puede hacer uso del derecho de apelación del encausamiento ante Corte de Punta Arenas. Y es lo más seguro que lo haga su abogado dentro del plazo legal.

Dentro de la presunción de inocencia que le asiste a toda persona, Araneda tiene ahora todo el derecho a defenderse.

El nombre del médico ha sido mencionado en publicaciones de organismos ligados a la defensa de los Derechos Humanos, donde lo sindican como médico que asistía los procesos de tortura de los presos políticos en Punta Arenas.

Querella

La querella criminal, que busca responsabilidades penales, la presentaron 16 mujeres, todas ex presas políticas, el 21 de diciembre de 2015, por los delitos de “secuestro, sustracción de menores, abusos deshonestos en concurso ideal con el crimen de tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes; privación ilegítima de libertad y asociación ilícita”. Una de las tantas personas mencionadas en la presentación legal es el médico cardiólogo.

Víctima Rosa Lizama

Una de las víctimas es la profesora Rosa María Lizama Barrientos, que sufrió detención ilegal o secuestro, asociación ilícita, privación ilegítima de libertad y aplicación de tormentos.

Es su denuncia la que llevó a la ministra Pinto a procesar al doctor Araneda. Por lo mismo no se descartan otros procesamientos en los próximos días, dada la cantidad de mujeres querellantes.

Rosa Lizama fue detenida en 1973 por agentes del Estado en el liceo donde estudiaba. Los soldados ingresaron premunidos de metralletas provocando intimidación con su actuar. Ella tenía 16 años de edad y cursaba tercero medio. Era dirigente estudiantil y militante del Partido Socialista.

El 26 de octubre de 1973 dos hombres de la Fuerza Aérea la sacaron del liceo y la subieron a una camioneta. Fue interrogada, sufrió golpes, perdió la conciencia y despertó desnuda.

Fue llevada al Regimiento de Ojo Bueno, recinto del que la sacaban algunas noches para llevarla al edificio de Avenida Colón, donde la torturaban e interrogaban. Producto de esto sufrió taquicardia y perdió el conocimiento.

Estuvo varias noches en el estadio Fiscal; en el Regimiento Pudeto; en Río los Ciervos; y en la Casa del Deportista, todos lugares donde fue interrogada.

Posteriormente fue sometida al Consejo de Guerra, lo cual describe como “su juicio”, siendo condenada a 4 años de presidio, incomunicada hasta el mes de enero de 1974, oportunidad en donde producto de una explosión fue trasladada a la cárcel de mujeres, aceptando más tarde una pena conmutada por extrañamiento, en octubre de 1974, regresando a su casa con arresto domiciliario.

Finalmente le acogieron un indulto, debiendo firmar en el patronato de reos durante 4 años.

Producto de los sufrimientos y torturas ha padecido dolores físicos por 27 años, pesadillas, depresión y problemas para dormir.